No se trata de una intención de las contrapartes, sino de la discapacidad interna para tomar decisiones.
Por Juan Gabriel Tokatlian - Clarín
La interdicción es el estado al que se llega cuando un individuo ha sido declarado incompetente y se lo priva de la administración de su persona y bienes. Interdicción e incapacidad son equivalentes; un interdicto es quien carece de autonomía y requiere un tutor.
Extrapolando la figura jurídica de la interdicción, creo que se la puede aplicar a un país. En la política mundial, la interdicción se expresa mediante la condicionalidad. Estados, actores no gubernamentales e instancias multinacionales con grandes atributos de poder le fijan a una nación con menores atributos una serie de requisitos y recetas para asegurar su inclusión a un esquema global homogéneo en lo político y económico.
La condicionalidad sintetiza una regla de juego que se despliega a modo de interdicción en casos de países relevantes aunque díscolos o inmaduros. Es de advertir que en el país interdicto una parte importante de la elite avala la condicionalidad por ser funcional a sus intereses. Se trata de una condición relacional y no unilateral.
En 2018 la Argentina pareciera dispuesta a aceptar la interdicción. No se trata de una cuestión de intención -cualquiera fuese- de las contra-partes, sino de la discapacidad interna para adoptar decisiones propias para salvaguardar nuestro bienestar y la seguridad.
En el terreno económico, el Fondo Monetario Internacional, por un lado, y el capital financiero, por el otro, condicionan los márgenes de acción a tal punto que el Gobierno parece un sujeto heterónomo incapaz de salir de la acumulación de recurrentes problemas históricos y del vértigo potenciado de inflación, devaluación y recesión.
El país se torna así más dependiente; lo cual, a su turno, perpetúa la mediocridad económica, la conflictividad social y la polarización política. Ni los argentinos nos unimos más ni somos menos pobres ni garantizamos un largo plazo de mejor calidad de vida con las medidas que se van adoptando.
En el terreno militar, la interdicción parece menos visible pero es creciente. La Argentina decidió, desde hace varios años, no debatir ni acordar sobre una política de defensa para este siglo. No hemos definido prioridades, ni regenerado el Presupuesto de Defensa ni dotado a las Fuerzas Armadas para los retos generados por la transición de poder mundial.
Eso ha sido crecientemente disfuncional para los intereses nacionales. Ahora, el gobierno decidió que los militares se involucren en la lucha contra el narcotráfico. Esto se enmarca en lo que el Comando Sur impulsó desde hace tiempo: convertir a las fuerzas armadas de la región en “combatientes del crimen” (crime fighters).
Lo dejó en claro el almirante Kurt Tidd, jefe del Comando Sur, al clausurar la VIII Conferencia Sudamericana de Defensa realizada en Buenos Aires: las llamadas “amenazas trans-regionales” han generado “desafíos de naturaleza simultánea civil, criminal y militar”; lo que obliga a ajustar los “marcos legales” para hacerles frente.
En el terreno de la corrupción hay varios indicadores de que Washington (el ejecutivo) y París (sede de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, OCDE) están inquietos por los niveles alcanzados y la inacción al respecto.
El informe de 2017 de la OCDE sobre la Convención para Combatir el Cohecho sobre la Argentina destacó que el país “permanece en serio incumplimiento de artículos claves”, al tiempo que reflejó la preocupación por la baja capacidad de la Argentina de aplicar leyes anti-corrupción debido a problemas de politización e independencia en la justicia.
Tres informes del Departamento de Estado son elocuentes. El de “Clima de Inversiones” de 2018 menciona que la corrupción es un “tema” en el país donde “pocas compañías han implementado medidas contra el soborno…salvo limitados códigos de ética”. El informe sobre “Lavado de Activos” de 2018 destaca que “el contrabando, incluido el narcotráfico, y la corrupción pública continúan siendo fuente de ingresos ilícitos”. El informe de “Derechos Humanos” de 2017 subraya que hay “corrupción en todos los niveles del gobierno”, que existen denuncias de que “miembros del ejecutivo, del legislativo y del judicial están envueltos en prácticas corruptas que permanecen impunes” y que la “corrupción en cortes federales y provinciales es frecuente”.
No debería sorprender entonces que el nuevo embajador estadounidense, Edward Prado, en su declaración ante el Senado que lo confirmó ubicase en primer lugar la meta de “mejorar el sistema judicial” argentino.
Ante esta condición de interdicto, es imperiosa una amplia deliberación pública y plural. De lo contrario, cualquiera sea el gobierno electo en 2019, heredará una capacidad de decisión muy exigua. Y las preguntas esenciales para tal debate debieran comenzar por lo que ha hecho, deshecho y malhecho la Argentina durante ya demasiado tiempo. ¿En qué momento y cómo dilapidamos autonomía? ¿Por qué y cómo nos hemos tornado más aquiescentes?
Juan Gabriel Tokatlian es profesor plenario de la Universidad Torcuato Di Tella.
Ministro de Defensa Oscar Aguad y el jefe del comando sur de los EE.UU. Kurt Tidd. |
La interdicción es el estado al que se llega cuando un individuo ha sido declarado incompetente y se lo priva de la administración de su persona y bienes. Interdicción e incapacidad son equivalentes; un interdicto es quien carece de autonomía y requiere un tutor.
Extrapolando la figura jurídica de la interdicción, creo que se la puede aplicar a un país. En la política mundial, la interdicción se expresa mediante la condicionalidad. Estados, actores no gubernamentales e instancias multinacionales con grandes atributos de poder le fijan a una nación con menores atributos una serie de requisitos y recetas para asegurar su inclusión a un esquema global homogéneo en lo político y económico.
La condicionalidad sintetiza una regla de juego que se despliega a modo de interdicción en casos de países relevantes aunque díscolos o inmaduros. Es de advertir que en el país interdicto una parte importante de la elite avala la condicionalidad por ser funcional a sus intereses. Se trata de una condición relacional y no unilateral.
En 2018 la Argentina pareciera dispuesta a aceptar la interdicción. No se trata de una cuestión de intención -cualquiera fuese- de las contra-partes, sino de la discapacidad interna para adoptar decisiones propias para salvaguardar nuestro bienestar y la seguridad.
En el terreno económico, el Fondo Monetario Internacional, por un lado, y el capital financiero, por el otro, condicionan los márgenes de acción a tal punto que el Gobierno parece un sujeto heterónomo incapaz de salir de la acumulación de recurrentes problemas históricos y del vértigo potenciado de inflación, devaluación y recesión.
El país se torna así más dependiente; lo cual, a su turno, perpetúa la mediocridad económica, la conflictividad social y la polarización política. Ni los argentinos nos unimos más ni somos menos pobres ni garantizamos un largo plazo de mejor calidad de vida con las medidas que se van adoptando.
En el terreno militar, la interdicción parece menos visible pero es creciente. La Argentina decidió, desde hace varios años, no debatir ni acordar sobre una política de defensa para este siglo. No hemos definido prioridades, ni regenerado el Presupuesto de Defensa ni dotado a las Fuerzas Armadas para los retos generados por la transición de poder mundial.
Eso ha sido crecientemente disfuncional para los intereses nacionales. Ahora, el gobierno decidió que los militares se involucren en la lucha contra el narcotráfico. Esto se enmarca en lo que el Comando Sur impulsó desde hace tiempo: convertir a las fuerzas armadas de la región en “combatientes del crimen” (crime fighters).
Lo dejó en claro el almirante Kurt Tidd, jefe del Comando Sur, al clausurar la VIII Conferencia Sudamericana de Defensa realizada en Buenos Aires: las llamadas “amenazas trans-regionales” han generado “desafíos de naturaleza simultánea civil, criminal y militar”; lo que obliga a ajustar los “marcos legales” para hacerles frente.
En el terreno de la corrupción hay varios indicadores de que Washington (el ejecutivo) y París (sede de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, OCDE) están inquietos por los niveles alcanzados y la inacción al respecto.
El informe de 2017 de la OCDE sobre la Convención para Combatir el Cohecho sobre la Argentina destacó que el país “permanece en serio incumplimiento de artículos claves”, al tiempo que reflejó la preocupación por la baja capacidad de la Argentina de aplicar leyes anti-corrupción debido a problemas de politización e independencia en la justicia.
Tres informes del Departamento de Estado son elocuentes. El de “Clima de Inversiones” de 2018 menciona que la corrupción es un “tema” en el país donde “pocas compañías han implementado medidas contra el soborno…salvo limitados códigos de ética”. El informe sobre “Lavado de Activos” de 2018 destaca que “el contrabando, incluido el narcotráfico, y la corrupción pública continúan siendo fuente de ingresos ilícitos”. El informe de “Derechos Humanos” de 2017 subraya que hay “corrupción en todos los niveles del gobierno”, que existen denuncias de que “miembros del ejecutivo, del legislativo y del judicial están envueltos en prácticas corruptas que permanecen impunes” y que la “corrupción en cortes federales y provinciales es frecuente”.
No debería sorprender entonces que el nuevo embajador estadounidense, Edward Prado, en su declaración ante el Senado que lo confirmó ubicase en primer lugar la meta de “mejorar el sistema judicial” argentino.
Ante esta condición de interdicto, es imperiosa una amplia deliberación pública y plural. De lo contrario, cualquiera sea el gobierno electo en 2019, heredará una capacidad de decisión muy exigua. Y las preguntas esenciales para tal debate debieran comenzar por lo que ha hecho, deshecho y malhecho la Argentina durante ya demasiado tiempo. ¿En qué momento y cómo dilapidamos autonomía? ¿Por qué y cómo nos hemos tornado más aquiescentes?
Juan Gabriel Tokatlian es profesor plenario de la Universidad Torcuato Di Tella.
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