Una mirada con perspectiva histórica y global nos ayuda a entender la actual crisis de la región. Frente a semejante trastorno, se impone un acto de introspección para la política exterior de Argentina. Por Miguel Ángel Iribarne.

Latinoamérica es la región del mundo con mayor desigualdad socioeconómica. Es, también, la que registra mayor inestabilidad política, luego de África. La década pronta a concluir ha sido la de menor crecimiento del producto. Aspectos todos de un déficit más profundo aún: su impresionante fragmentación, que deja patente la incapacidad de sus élites para avanzar en el proyecto continental alentado desde Simón Bolívar a la Logia Lautaro, y que no ha pasado de un artilugio discursivo de gobiernos estatizantes cuando no un slogan agitado por la longa manus de potencias extrahemisféricas.

Esta incapacidad de la región para convertirse en un sujeto histórico –o, al menos, en un número reducido de actores de dimensión subregional– hace que su historia interna, particularmente en las últimas décadas, sea en gran medida el resultado de la proyección de grandes enfrentamientos globales. Esto es un hecho y nada permite suponer que tal esquema vaya a resultar trastornado en un lapso de tiempo próximo. Tratemos, pues, de entender los conflictos internos de los países latinoamericanos en la segunda mitad del siglo XX a la luz de la configuración del poder mundial en el período correspondiente.

El lapso iniciado tras el fin de la Segunda Guerra, como es sobradamente sabido,  consagró ”tendencialmente”, por así decirlo, una división de áreas de influencia entre las dos superpotencias. Y usamos tal adverbio con el fin de excluir la idea de una rígida delimitación por dos razones, a saber:

1. Porque el limes, es decir, la extensión del territorio, era claro solo en Europa, pero mucho más lábil en la periferia del mundo.

2. Porque la concepción estratégica de la URSS, de irrenunciable impronta ideológica, distinguía en el mundo (como lo hace el Islam) “zonas de paz”-las propias- y “zonas de guerra”- las aún no conquistadas y sujetas por ello a su acecho permanente.

Así, si bien era un sobreentendido que el continente americano pertenecía a la órbita de Washington –ratificando la más que secular Doctrina Monroe– Moscú nunca renunció a la posibilidad de utilizar los instrumentos de agresión no convencionales para adquirir dentro de aquél una cabeza de puente, primero, y para intentar luego una subversión del conjunto de sus estructuras. La meta inicial se consiguió en 1959 con Cuba; la empresa generalizada se abordó desde allí a través de la consigna guevarista de “crear, dos, tres, muchos Vietnam…”.

Si bien era un sobreentendido que el continente americano pertenecía a la órbita de Washington, Moscú nunca renunció a la posibilidad de utilizar los instrumentos de agresión no convencionales para adquirir dentro de aquél una cabeza de puente.

El marco formalizador de este gigantesco emprendimiento fue la OLAS (Organización Latinoamericana de Solidaridad) creada en 1967 en La Habana y que se correspondía con la OSPAAL, entidad en que se sumaban los países africanos y asiáticos.  Puede afirmarse que ningún acontecimiento político significativo ocurrido desde entonces hasta la caída de la URSS en 1991 dentro de los Estados latinoamericanos puede ser comprendido sin referencia al accionar de la OLAS. De tal matriz surgieron las decenas –quizás centenares- de miles de muertos en combate o en episodios terroristas, las guerras civiles y las dictaduras que poblaron la escena regional durante las décadas de los ’60 y los ’70, todo ello como proyección sobre nuestro territorio continental e insular del megaconflicto eufemísticamente denominado “Guerra Fría”.

Bien entrados los ’80, el declive de la URSS se manifestó particularmente en la disminución de su capacidad de intervención global. Los gobiernos crepusculares de Andropov, Chernenko y Gorbachov revelaron la pérdida de iniciativa estratégica experimentada por el Kremlin, hasta que el sistema mismo implosionó en 1991. No es casual que esos años se correspondan, en líneas generales, con la fase final de  lo que Huntington llamó “la tercera ola democratizadora”. Así, el languidecimiento y ulterior conclusión de la Guerra Fría  explica –y acompaña- el fin de los regímenes militares en Argentina (1983), Brasil (1985), Uruguay ( 1985), Chile (1990), etc.

Durante casi las dos décadas posteriores, la configuración del escenario mundial puede resumirse en la unipolaridad norteamericana, tanto en su fase de openness clintoniana como en la de la “guerra contra el terrorismo” en tiempos de Bush, ya que esta última no llega a constituir un verdadero reto estratégico que amenace alterar la distribución del poder mundial. Por ende, las condiciones externas para una relativa estabilidad en la región subsistieron.

Bolivia es uno de los países que se encuentra en crisis en la región. Foto: Archivo DEF.

En los últimos diez años, en cambio, puede percibirse el perfilamiento de un nuevo estado de cosas. El mismo se expresa, por ejemplo, en la emergencia de Rusia como actor político ultrarregional a partir de su intervención en Siria, en los efectos anarquizantes de la llamada “primavera árabe”, en la afirmación de tendencias nacionalistas en EEUU, India, Japón, Turquía  y diversos países europeos y en el empeño decisivo de China en una competencia enorme con Washington que sobrepasa totalmente los límites de la guerra comercial para revelarse como un  gigantesco conflicto geoestratégico en torno de la supremacía tecnológica global.

No deberíamos engañarnos: por más que el discurso legitimador de los actuales jugadores se funde en la multipolaridad, estamos más cerca de una nueva bipolaridad. La pulseada entre la Casa Blanca y Beijing se cierne sobre el panorama mundial de las décadas inmediatas con la misma capacidad de propagarse invasivamente y convertir a los terceros en apéndices o proxies que caracterizó el tiempo de la Guerra Fría.  Es ello lo que explica que, en el marco de la región, la coexistencia inestable entre gobiernos de distinta matriz ideológica –perceptible aun hasta hace algunos años- haya cedido plazo a la conformación de verdaderos bloques de Estados, como el Grupo de Lima, que, a su vez, no solo interactúan hostilmente con otros análogos, sino también con agrupaciones transestatales. Entre estas, algunas de vocación permanente, como el ya conocido Foro de San Pablo y otras de índole coyuntural, como el flamante Grupo de Puebla.

No deberíamos engañarnos: por más que el discurso legitimador de los actuales jugadores se funde en la multipolaridad, estamos más cerca de una nueva bipolaridad entre la Casa Blanca y Beijing.

Frente a semejante trastorno de la situación regional, se impone un acto de introspección. La Argentina no es solo un “defaulteador serial”, como ha sido señalado autorizadamente. Es, también, en política internacional, un “despistado serial”. Durante la Segunda Guerra Mundial se obstinó en mantener la neutralidad cuando la suerte de las armas ya estaba echada. Apostó a la opción británica –contra el juicio de personalidades como Pinedo– cuando aquella ya había entrado en la curva declinante. Creyó en la “reciprocidad” norteamericana sobre Malvinas en función de nuestros precedentes servicios en Centroamérica. Recurrió a Fidel Castro cuando la posición militar en las islas se volvió insostenible. Con Alfonsín intentó refugiarse en el compadrazgo socialdemócrata cuando diplomática y económicamente carecía de respaldos internacionales en los países que efectivamente decidían. Hoy nuestros intereses concretos, tanto económicos como estratégicos, exigen que nos entendamos con los EE. UU. y Brasil.  No sea que volvamos a confundirnos.(Source/Photo: Defonline)