En una época en que se imponen los bombardeos remotos por sobre las tropas en el terreno y en la que las palabras “guerra” y “héroe”se utilizan poco y el término “combate” es reemplazado por “operaciones”, se plantean interrogantes para el porvenir del soldado.
Por Horacio Sánchez Mariño
La enigmática cinta Los sueños, de Akira Kurosawa, estrenada en 1991, incluye dos cortometrajes, “La tormenta” y “El túnel”, donde el gran director japonés reflexiona sobre la guerra. En el primero, un pelotón de soldados avanza por las montañas, ateridos de frío, caminan con sus últimas fuerzas. En un momento, caen agotados y se duermen sobre la nieve; un viento blanco los envuelve y aparece una bella joven que arropa al jefe, tapándolo con una cobija. Cuando el atribulado oficialestá por dormirse, la joven se convierte en un monstruo y el jefe lucha por no dormirse. Con esfuerzo se levanta y despierta a sus hombres; entonces, la tormenta cede y descubren que el campamento está a unos pocos pasos. En “El túnel”, un oficial japonés regresa de la guerra por un camino sombrío. Al anochecer cruza un túnel donde un perro se acerca y le gruñe. Al salir, un soldado le pide permiso para regresar al mundo de la vida, a lo que el teniente responde que no es posible, que está muerto. Luego, sale del túnel toda una compañía marchando disciplinadamente. Sin romper la formación, otro soldado reitera el pedido. El oficial les dice que todos están muertos, que ya no pertenecen a este mundo; recuerda las condiciones en las cuales murieron, a causa de una orden impartida por él mismo de atacar una posición enemiga. Uno de los soldados abandona la formación y se le acerca. Con voz trémula, le pide al oficial que observe el horizonte; hay en la profundidad de la imagen una luz que se destaca por su brillo. –¿La ve, señor? Esa luz pertenece a mi casa. Allí está mi madre que me espera. ¿No puedo volver?–ruega entre sollozos el desdichado. Abrumado por las lágrimas, el oficial repite con ternura que no, que todos están muertos, que murieron como consecuencia de una orden suya y que debían volver al reino de los muertos. El soldado vuelve a ocupar su puesto, la compañía da media vuelta y, marcialmente como llegó, se va.
Estas escenas conmovedoras pueden tener varias interpretaciones. Según mi opinión, posiblemente objetada por la tribu de cine de mi hijo pacifista, remarcan la tremenda responsabilidad de los oficiales. Ellos son, en algún momento, dueños de la vida y la muerte de sus subordinados en la guerra. Esta responsabilidad no puede transferirse y no puede ser usurpada por nadie, por lo cual tienen la obligación de prepararse para ese trance de horror. La Segunda Guerra Mundial que dispara las metáforas de Kurosawa ha quedado, sin embargo, en un pasado remoto. Hoy nos preguntamos cómo serán los militares en el futuro, en una sociedad que autores importantes llaman posheroica. En efecto, el historiador británico John Keegan fue uno de los primeros en discutir las nuevas condiciones donde se emplearían los soldados. Es clásico su libro sobre la experiencia del soldado en combate, El rostro de la batalla, donde expone las pavorosas vivencias de quienes participaron en Agincourt, en Waterloo y el Somme. Su conclusión es que en nuestro tiempo la batalla se ha abolido a sí misma: “La impersonalidad, la coerción, la crueldad deliberada, desplegadas todas en una escala creciente, hacen que sea cada vez más dudosa la capacidad del hombre moderno para soportar la tensión de la batalla”.
En La máscara del comando. Un estudio del generalato, Keegan analiza los estilos de conducción de genios militares de la historia, en diferentes épocas. En el período que denomina del “liderazgo heroico”, describe el modo de mando de Alejandro de Macedonia. Luego, exhibe a quien considera el epítome del conductor militar, Arturo Wellesley, duque de Wellington, a quien caracteriza como un “antihéroe”. Entre los estadounidenses, elige a Ulises Grant para presentar lo que denomina el “liderazgo no heroico”. Para representar un modelo del liderazgo fallido, expone el modo de mandar de Hitler, en el período que llama de “falso heroísmo”. Finalmente, analiza el liderazgo durante la Guerra Fría, época que denomina “posheroica”. En otro artículo analizaremos el papel de los estrategas del futuro, quedándonos por ahora con la caracterización que estos autores hacen de la época.
Edward Luttwak, profesor estadounidense de origen rumano, habla también de un liderazgo posheroico, en dos ensayos publicados en Foreign Affairs y en un libro de 2002 (Strategy: The Logic of War and Peace). Allí discute las características de la estrategia y la táctica en la nueva era que él vislumbra como ajena al heroísmo. La guerra “a la distancia” de Luttwak coloca el foco en el nivel operacional, en el empleo de bombardeos aéreos quirúrgicos y misiles teledirigidos, agravado por el uso de los drones, apoyándose en la necesidad explícita de evitar las bajas. El arte operacional es estudiado en profundidad y prácticamente no se habla más de la táctica. La primacía del bombardeo se impone para no bajar tropas al terreno y el liderazgo posheroico se parece más al modo empresarial de llevar los negocios. En los discursos de Barack Obama, fiel exponente de esta concepción estratégica, las palabras guerra y héroe se utilizan poco y el término combatees reemplazado por “operaciones”.
Avanzado el siglo XXI, sin embargo, estas postulaciones de cambio de ciclo pueden ser difíciles desostener. Recordemos lo ocurrido en Srebrenica, donde un batallón holandés que no pudo cumplir con su misión de proteger el área asignada consintió la matanza de más de ocho mil personas. Además de las pérdidas humanas, el suceso provocó la caída del gobierno holandés, seguida de una investigación integral de su sistema de defensa. Aún no termina de definirse la situación del jefe de batallón, abrumado por las acusaciones, y de las indemnizaciones a los familiares de las víctimas. Antes de impulsar cualquier iniciativa a favor de la formación posheroica se debe leer el informe del gobierno holandés sobre las circunstancias militares de lo ocurrido en Srebrenica (Informe NIOD, por sus siglas en inglés), donde decentes soldados se vieron envueltosen una situación que nadie pudo manejar, salvo las grotescas huestes de Ratko Mladic.
Del mismo modo, en la guerra del Líbano de 2006, el desempeño de las fuerzas de defensa israelíes no fue bueno, según un análisis de Avi Kober (The Israel Defense Forces in the Second Lebanon War: Why the Poor Performance?, 2008), quien estudió a fondo el informe Winograd del gobierno israelí. Una de las razones del fracaso, dice el autor, fue la adhesión a la doctrina de la guerra posheroica bajo circunstancias que requerían otra perspectiva. Kober sostiene que la doctrina de las fuerzas de defensa había focalizado el entrenamiento del cuerpo de oficiales en teorías posmodernas no militares, como la obra de Deleuze y Guattari o de Clifford Geetz, en vez de estudiar a los maestros en el arte de la guerra, en la convicción de que “así equiparían a los jefes con las herramientas necesarias para enfrentar las complejas y cambiantes realidades de la guerra”.
En ese ensayo publicado en el Journal of Strategic Studies, Kober concluye: “Las concepciones de la Revolución en los Asuntos Militares pueden ser elegantes y sofisticadas pero no pueden reemplazar las simples nociones militares sostenidas por los pensadores militares por siglos, a saber: la identificación y operación contra centros de gravedad, no solamente buscar la obtención de “efectos”; el rol fundamental que cumplen las fuerzas terrestres en el éxito en el campo de batalla; la importancia de infligir daño al enemigo, no solamente quemar su conciencia, y el hecho de que el enemigo no se ajusta a las reglas que uno desea dictar”. En mi modesta opinión, la experiencia de la guerra de Malvinas y de las operaciones militares de paz indica que los soldados del futuro no podrán escapar de la táctica, las guerras podrán ser posheroicas, pero habrá mucho espacio para el heroísmo en el campo de combate.
EL PACIFISMO
En un brillante ensayo, Javier Hernández Pacheco analiza la llamada sociedad posheroica y sus implicancias sobre el paradigma militar (Oficial y caballero. El paradigma militar en una cultura post heroica, CESEDEM, 2008). Esa cultura se impone, según el autor, como consecuencia de la generalizada sensibilidad pacifista, la prosperidad dela vida actual, la valorización del ser individual sobre la sociedad y la consciente decisión de evitar bajas en las operaciones militares. No falta el heroísmo en la actualidad, personificado en los bomberos, los médicos, los misioneros, etc., pero estos personajes, dice el autor, aparecen en situaciones puntuales. La vida actual no depende de las virtudes heroicas. Concordando con el decir de Keegan, el heroísmo, en tanto respuesta irracional al desafío y la amenaza, ya no es necesario, sostiene Hernández.
En una profunda autocrítica al etnocentrismo europeo, el autor llama a “abandonar la concepción imperialista de las relaciones geoestratégicas en las que se trataba de destruir las capacidades defensivas del enemigo para imponerle una voluntad infinitamente expansiva”. Bienvenida la postura, aunque luego de un interesante análisis de la evolución del concepto de “caballerosidad” y el origen y sentido del término “oficial”, concluye que la milicia siempre fue posheroica. En aquel momento de 2008, dice el autor que los oficiales de las fuerzas armadas debían ser caballeros al servicio público, educados en una moral pacifista, lejos del heroísmo tradicional. Cabe preguntarse qué pensará hoy, cuando los pilotos derribados por el ISIS son quemados vivos en una jaula, cómo habría que educarlos evitando la referencia heroica.
El pacifismo como pensamiento parte de una visión armoniosa de la realidad social, sin conflictos, apacible,cuya tranquilidad es perturbada por actores externos, especialmente por alguna intervención extranjera. Esta argumentación viene cargada de ideas moralistas y buenos sentimientos que no se compadecen con la realidad empírica. Al transitar una zona de conflictos, lo que se percibe no tiene nada de armonioso y la representación de un mundo pacífico no se verifica. Existen, por otra parte, constataciones sobre la dificultad para construir escenarios pacíficos mediante un esfuerzo continuado en la educación y la aplicación de políticas sociales favorables a la paz, como predica el pensamiento constructivista, otra veta del pacifismo. El conflicto parece inherente a la vida social y está bastante asociado a la escasez de bienes observable en las zonas de guerra. Allí, se aprecia una diferencia enormeentreel deseo potencial del pacifismo y los datos de la realidad. La perspectiva moralista de esta noción considera, porejemplo, quelas fuerzas militares empeoran una situación que puede solucionarse con solo dejar que los actores negocien y arreglen sus diferencias. Esta postura deja entrever algo de la idea cristiana del Plan de Salvación, pero la realidad de las zonas de conflicto muestra que la hostilidad de los actores no se disipa con solo desearlo. Menos aún por confiar en que la Providencia gobierne los eventos hacia el bien de las sociedades. Cuando las fuerzas de paz son desplegadas, por ejemplo, el nivel de discordia en ese teatro es alto y la violencia ya ha sido ejercida en mayor o menor medida. Pueden mencionarse dos casos, el de Ruanda y el de los Balcanes; en Ruanda, cuando las fuerzas de paz se retiraron, ocurrió un genocidio terrible, con más de ochocientos mil muertos en tres meses.
Por los mismos años, en los Balcanes, la intervención de las fuerzas de paz no tuvo inicialmente la capacidad de frenar los enfrentamientos, que cesaron cuando la OTAN desplegó sesenta mil hombres en Bosnia Herzegovina y cuarenta mil en Kosovo. Para ese momento, ya habían muerto más de ciento cincuenta mil personas y ochocientas mil fueron desplazadas de sus hogares, víctimas de la limpieza étnica, las violaciones masivas y acciones de violencia ritual. Las Naciones Unidas comprendieron que su acción había sido errónea y durante años estudiaron el modo de evitar estas matanzas. A veces, las actitudes pacifistas vienen teñidas de sentimientos antimilitares, antinorteamericanos o antiimperialistas, posturas que no están directamente vinculadas al problema que se discute. Frente a estos credos ideológicos, ningún argumento puede ensayarse. Agreguemos que los casos usualmente nominados de la acción pacifista, el de Mahatma Ghandi y de Nelson Mandela, lograron sus objetivos políticos pero no evitaron la pérdida de vidas humanas.
ARDUOS PORVENIRES
Los extremos parecen tocarse. En otro artículo de Foreign Affairs, el mencionado Luttwak, llamaba a dar una oportunidad a la guerra (Give a chance to war). El autor sostenía que las intervenciones extranjeras, el trabajo de las ONG en los lugares de conflicto, etc., no hacían más que ofrecer comida y medicinas a los belicistas, logrando que se estabilizaran conflictos endémicos, con campamentos de refugiados eternos donde se criaban los futuros combatientes. Luttwak pensaba que, tal vez, si dejaban a los contendientes llevar la guerra hasta las últimas consecuencias, el conflicto podía resolverse más rápidamente. Otros autores, como Mary Kaldor, sostuvieron que debía apostarse a la seguridad humana, fortaleciendo las policías y evitando los ejércitos. Es un modo de ver las cosas respetable, pero muy riesgoso. Los Estados han aprendido que nadie garantiza la propia seguridad en un mundo anárquico, donde el primer mandato es sobrevivir. Para protegerse, los Estados avanzados se dotaron de un sistema complejo de defensa, en el que las fuerzas armadas constituyen la columna vertebral.
Al respecto, desde Clausewitz en adelante, no hay dudas de que existe un campo del saber propio de los militares, que tiene características particulares y que se aprende de manera teórica y práctica. Los conductores militares deben conocer ese arte y perfeccionarse en su saber, que es el de conducir tropas en la guerra. El militar del futuro debe estar preparado para ir al combate en cualquier momento y le debe al Estado una entrega ilimitada, que puede incluir el sacrificio máximo de dar la vida en cumplimiento de su misión. Debe aquilatar un saber que exige toda una vida de especialización, responsabilidad que no puede ser transferida. En algún momento de su vida, un oficial puede encontrarse caminando por la nieve, luchando por no dormirse, con la responsabilidad de sus hombres sobre las espaldas. Tal vez llegue al dilema de impartir una orden que conlleve peligro para ellos. El mundo podrá transitar un período posheroico, pero los militares del futuro deben estar dispuestos al heroísmo.
Para cerrar estas cavilaciones, admitamos que otra interpretación de la película de Kurosawa es posible. Puede ser entendida, por ejemplo, como una crítica al militarismo japonés, que tanto daño hizo a sus vecinos. Al respecto, Hernández Pacheco expone una propuesta provocadora que comparto plenamente: incluir en las planas mayores un oficial extrañamente vestido, un “Pepe Grillo” con un discurso retrasado en dos generaciones que dijera al comandante lo que un militar jamás debe consentir. El autor recuerda las matanzas de My Lai, en Vietnam, la inacción en Srebrenica, las matanzas de tutsis en Ruanda, donde hubo pocos héroes occidentales, entre los que destaca al monje franciscano que permaneció en la Ecole Technique Don Bosco y al general canadiense Romeo Dallaire. Tenemos nuestros ejemplos vernáculos, más que suficientes para reflexionar. Hemos repetido siempre que la política debe controlar la acción militar, pero en las instituciones armadas del futuro no puede faltar esa conciencia humanista que restringe aquello que nunca un oficial puede admitir.
La enigmática cinta Los sueños, de Akira Kurosawa, estrenada en 1991, incluye dos cortometrajes, “La tormenta” y “El túnel”, donde el gran director japonés reflexiona sobre la guerra. En el primero, un pelotón de soldados avanza por las montañas, ateridos de frío, caminan con sus últimas fuerzas. En un momento, caen agotados y se duermen sobre la nieve; un viento blanco los envuelve y aparece una bella joven que arropa al jefe, tapándolo con una cobija. Cuando el atribulado oficialestá por dormirse, la joven se convierte en un monstruo y el jefe lucha por no dormirse. Con esfuerzo se levanta y despierta a sus hombres; entonces, la tormenta cede y descubren que el campamento está a unos pocos pasos. En “El túnel”, un oficial japonés regresa de la guerra por un camino sombrío. Al anochecer cruza un túnel donde un perro se acerca y le gruñe. Al salir, un soldado le pide permiso para regresar al mundo de la vida, a lo que el teniente responde que no es posible, que está muerto. Luego, sale del túnel toda una compañía marchando disciplinadamente. Sin romper la formación, otro soldado reitera el pedido. El oficial les dice que todos están muertos, que ya no pertenecen a este mundo; recuerda las condiciones en las cuales murieron, a causa de una orden impartida por él mismo de atacar una posición enemiga. Uno de los soldados abandona la formación y se le acerca. Con voz trémula, le pide al oficial que observe el horizonte; hay en la profundidad de la imagen una luz que se destaca por su brillo. –¿La ve, señor? Esa luz pertenece a mi casa. Allí está mi madre que me espera. ¿No puedo volver?–ruega entre sollozos el desdichado. Abrumado por las lágrimas, el oficial repite con ternura que no, que todos están muertos, que murieron como consecuencia de una orden suya y que debían volver al reino de los muertos. El soldado vuelve a ocupar su puesto, la compañía da media vuelta y, marcialmente como llegó, se va.
Estas escenas conmovedoras pueden tener varias interpretaciones. Según mi opinión, posiblemente objetada por la tribu de cine de mi hijo pacifista, remarcan la tremenda responsabilidad de los oficiales. Ellos son, en algún momento, dueños de la vida y la muerte de sus subordinados en la guerra. Esta responsabilidad no puede transferirse y no puede ser usurpada por nadie, por lo cual tienen la obligación de prepararse para ese trance de horror. La Segunda Guerra Mundial que dispara las metáforas de Kurosawa ha quedado, sin embargo, en un pasado remoto. Hoy nos preguntamos cómo serán los militares en el futuro, en una sociedad que autores importantes llaman posheroica. En efecto, el historiador británico John Keegan fue uno de los primeros en discutir las nuevas condiciones donde se emplearían los soldados. Es clásico su libro sobre la experiencia del soldado en combate, El rostro de la batalla, donde expone las pavorosas vivencias de quienes participaron en Agincourt, en Waterloo y el Somme. Su conclusión es que en nuestro tiempo la batalla se ha abolido a sí misma: “La impersonalidad, la coerción, la crueldad deliberada, desplegadas todas en una escala creciente, hacen que sea cada vez más dudosa la capacidad del hombre moderno para soportar la tensión de la batalla”.
En La máscara del comando. Un estudio del generalato, Keegan analiza los estilos de conducción de genios militares de la historia, en diferentes épocas. En el período que denomina del “liderazgo heroico”, describe el modo de mando de Alejandro de Macedonia. Luego, exhibe a quien considera el epítome del conductor militar, Arturo Wellesley, duque de Wellington, a quien caracteriza como un “antihéroe”. Entre los estadounidenses, elige a Ulises Grant para presentar lo que denomina el “liderazgo no heroico”. Para representar un modelo del liderazgo fallido, expone el modo de mandar de Hitler, en el período que llama de “falso heroísmo”. Finalmente, analiza el liderazgo durante la Guerra Fría, época que denomina “posheroica”. En otro artículo analizaremos el papel de los estrategas del futuro, quedándonos por ahora con la caracterización que estos autores hacen de la época.
Edward Luttwak, profesor estadounidense de origen rumano, habla también de un liderazgo posheroico, en dos ensayos publicados en Foreign Affairs y en un libro de 2002 (Strategy: The Logic of War and Peace). Allí discute las características de la estrategia y la táctica en la nueva era que él vislumbra como ajena al heroísmo. La guerra “a la distancia” de Luttwak coloca el foco en el nivel operacional, en el empleo de bombardeos aéreos quirúrgicos y misiles teledirigidos, agravado por el uso de los drones, apoyándose en la necesidad explícita de evitar las bajas. El arte operacional es estudiado en profundidad y prácticamente no se habla más de la táctica. La primacía del bombardeo se impone para no bajar tropas al terreno y el liderazgo posheroico se parece más al modo empresarial de llevar los negocios. En los discursos de Barack Obama, fiel exponente de esta concepción estratégica, las palabras guerra y héroe se utilizan poco y el término combatees reemplazado por “operaciones”.
Avanzado el siglo XXI, sin embargo, estas postulaciones de cambio de ciclo pueden ser difíciles desostener. Recordemos lo ocurrido en Srebrenica, donde un batallón holandés que no pudo cumplir con su misión de proteger el área asignada consintió la matanza de más de ocho mil personas. Además de las pérdidas humanas, el suceso provocó la caída del gobierno holandés, seguida de una investigación integral de su sistema de defensa. Aún no termina de definirse la situación del jefe de batallón, abrumado por las acusaciones, y de las indemnizaciones a los familiares de las víctimas. Antes de impulsar cualquier iniciativa a favor de la formación posheroica se debe leer el informe del gobierno holandés sobre las circunstancias militares de lo ocurrido en Srebrenica (Informe NIOD, por sus siglas en inglés), donde decentes soldados se vieron envueltosen una situación que nadie pudo manejar, salvo las grotescas huestes de Ratko Mladic.
Del mismo modo, en la guerra del Líbano de 2006, el desempeño de las fuerzas de defensa israelíes no fue bueno, según un análisis de Avi Kober (The Israel Defense Forces in the Second Lebanon War: Why the Poor Performance?, 2008), quien estudió a fondo el informe Winograd del gobierno israelí. Una de las razones del fracaso, dice el autor, fue la adhesión a la doctrina de la guerra posheroica bajo circunstancias que requerían otra perspectiva. Kober sostiene que la doctrina de las fuerzas de defensa había focalizado el entrenamiento del cuerpo de oficiales en teorías posmodernas no militares, como la obra de Deleuze y Guattari o de Clifford Geetz, en vez de estudiar a los maestros en el arte de la guerra, en la convicción de que “así equiparían a los jefes con las herramientas necesarias para enfrentar las complejas y cambiantes realidades de la guerra”.
En ese ensayo publicado en el Journal of Strategic Studies, Kober concluye: “Las concepciones de la Revolución en los Asuntos Militares pueden ser elegantes y sofisticadas pero no pueden reemplazar las simples nociones militares sostenidas por los pensadores militares por siglos, a saber: la identificación y operación contra centros de gravedad, no solamente buscar la obtención de “efectos”; el rol fundamental que cumplen las fuerzas terrestres en el éxito en el campo de batalla; la importancia de infligir daño al enemigo, no solamente quemar su conciencia, y el hecho de que el enemigo no se ajusta a las reglas que uno desea dictar”. En mi modesta opinión, la experiencia de la guerra de Malvinas y de las operaciones militares de paz indica que los soldados del futuro no podrán escapar de la táctica, las guerras podrán ser posheroicas, pero habrá mucho espacio para el heroísmo en el campo de combate.
EL PACIFISMO
En un brillante ensayo, Javier Hernández Pacheco analiza la llamada sociedad posheroica y sus implicancias sobre el paradigma militar (Oficial y caballero. El paradigma militar en una cultura post heroica, CESEDEM, 2008). Esa cultura se impone, según el autor, como consecuencia de la generalizada sensibilidad pacifista, la prosperidad dela vida actual, la valorización del ser individual sobre la sociedad y la consciente decisión de evitar bajas en las operaciones militares. No falta el heroísmo en la actualidad, personificado en los bomberos, los médicos, los misioneros, etc., pero estos personajes, dice el autor, aparecen en situaciones puntuales. La vida actual no depende de las virtudes heroicas. Concordando con el decir de Keegan, el heroísmo, en tanto respuesta irracional al desafío y la amenaza, ya no es necesario, sostiene Hernández.
En una profunda autocrítica al etnocentrismo europeo, el autor llama a “abandonar la concepción imperialista de las relaciones geoestratégicas en las que se trataba de destruir las capacidades defensivas del enemigo para imponerle una voluntad infinitamente expansiva”. Bienvenida la postura, aunque luego de un interesante análisis de la evolución del concepto de “caballerosidad” y el origen y sentido del término “oficial”, concluye que la milicia siempre fue posheroica. En aquel momento de 2008, dice el autor que los oficiales de las fuerzas armadas debían ser caballeros al servicio público, educados en una moral pacifista, lejos del heroísmo tradicional. Cabe preguntarse qué pensará hoy, cuando los pilotos derribados por el ISIS son quemados vivos en una jaula, cómo habría que educarlos evitando la referencia heroica.
El pacifismo como pensamiento parte de una visión armoniosa de la realidad social, sin conflictos, apacible,cuya tranquilidad es perturbada por actores externos, especialmente por alguna intervención extranjera. Esta argumentación viene cargada de ideas moralistas y buenos sentimientos que no se compadecen con la realidad empírica. Al transitar una zona de conflictos, lo que se percibe no tiene nada de armonioso y la representación de un mundo pacífico no se verifica. Existen, por otra parte, constataciones sobre la dificultad para construir escenarios pacíficos mediante un esfuerzo continuado en la educación y la aplicación de políticas sociales favorables a la paz, como predica el pensamiento constructivista, otra veta del pacifismo. El conflicto parece inherente a la vida social y está bastante asociado a la escasez de bienes observable en las zonas de guerra. Allí, se aprecia una diferencia enormeentreel deseo potencial del pacifismo y los datos de la realidad. La perspectiva moralista de esta noción considera, porejemplo, quelas fuerzas militares empeoran una situación que puede solucionarse con solo dejar que los actores negocien y arreglen sus diferencias. Esta postura deja entrever algo de la idea cristiana del Plan de Salvación, pero la realidad de las zonas de conflicto muestra que la hostilidad de los actores no se disipa con solo desearlo. Menos aún por confiar en que la Providencia gobierne los eventos hacia el bien de las sociedades. Cuando las fuerzas de paz son desplegadas, por ejemplo, el nivel de discordia en ese teatro es alto y la violencia ya ha sido ejercida en mayor o menor medida. Pueden mencionarse dos casos, el de Ruanda y el de los Balcanes; en Ruanda, cuando las fuerzas de paz se retiraron, ocurrió un genocidio terrible, con más de ochocientos mil muertos en tres meses.
Por los mismos años, en los Balcanes, la intervención de las fuerzas de paz no tuvo inicialmente la capacidad de frenar los enfrentamientos, que cesaron cuando la OTAN desplegó sesenta mil hombres en Bosnia Herzegovina y cuarenta mil en Kosovo. Para ese momento, ya habían muerto más de ciento cincuenta mil personas y ochocientas mil fueron desplazadas de sus hogares, víctimas de la limpieza étnica, las violaciones masivas y acciones de violencia ritual. Las Naciones Unidas comprendieron que su acción había sido errónea y durante años estudiaron el modo de evitar estas matanzas. A veces, las actitudes pacifistas vienen teñidas de sentimientos antimilitares, antinorteamericanos o antiimperialistas, posturas que no están directamente vinculadas al problema que se discute. Frente a estos credos ideológicos, ningún argumento puede ensayarse. Agreguemos que los casos usualmente nominados de la acción pacifista, el de Mahatma Ghandi y de Nelson Mandela, lograron sus objetivos políticos pero no evitaron la pérdida de vidas humanas.
ARDUOS PORVENIRES
Los extremos parecen tocarse. En otro artículo de Foreign Affairs, el mencionado Luttwak, llamaba a dar una oportunidad a la guerra (Give a chance to war). El autor sostenía que las intervenciones extranjeras, el trabajo de las ONG en los lugares de conflicto, etc., no hacían más que ofrecer comida y medicinas a los belicistas, logrando que se estabilizaran conflictos endémicos, con campamentos de refugiados eternos donde se criaban los futuros combatientes. Luttwak pensaba que, tal vez, si dejaban a los contendientes llevar la guerra hasta las últimas consecuencias, el conflicto podía resolverse más rápidamente. Otros autores, como Mary Kaldor, sostuvieron que debía apostarse a la seguridad humana, fortaleciendo las policías y evitando los ejércitos. Es un modo de ver las cosas respetable, pero muy riesgoso. Los Estados han aprendido que nadie garantiza la propia seguridad en un mundo anárquico, donde el primer mandato es sobrevivir. Para protegerse, los Estados avanzados se dotaron de un sistema complejo de defensa, en el que las fuerzas armadas constituyen la columna vertebral.
Al respecto, desde Clausewitz en adelante, no hay dudas de que existe un campo del saber propio de los militares, que tiene características particulares y que se aprende de manera teórica y práctica. Los conductores militares deben conocer ese arte y perfeccionarse en su saber, que es el de conducir tropas en la guerra. El militar del futuro debe estar preparado para ir al combate en cualquier momento y le debe al Estado una entrega ilimitada, que puede incluir el sacrificio máximo de dar la vida en cumplimiento de su misión. Debe aquilatar un saber que exige toda una vida de especialización, responsabilidad que no puede ser transferida. En algún momento de su vida, un oficial puede encontrarse caminando por la nieve, luchando por no dormirse, con la responsabilidad de sus hombres sobre las espaldas. Tal vez llegue al dilema de impartir una orden que conlleve peligro para ellos. El mundo podrá transitar un período posheroico, pero los militares del futuro deben estar dispuestos al heroísmo.
Para cerrar estas cavilaciones, admitamos que otra interpretación de la película de Kurosawa es posible. Puede ser entendida, por ejemplo, como una crítica al militarismo japonés, que tanto daño hizo a sus vecinos. Al respecto, Hernández Pacheco expone una propuesta provocadora que comparto plenamente: incluir en las planas mayores un oficial extrañamente vestido, un “Pepe Grillo” con un discurso retrasado en dos generaciones que dijera al comandante lo que un militar jamás debe consentir. El autor recuerda las matanzas de My Lai, en Vietnam, la inacción en Srebrenica, las matanzas de tutsis en Ruanda, donde hubo pocos héroes occidentales, entre los que destaca al monje franciscano que permaneció en la Ecole Technique Don Bosco y al general canadiense Romeo Dallaire. Tenemos nuestros ejemplos vernáculos, más que suficientes para reflexionar. Hemos repetido siempre que la política debe controlar la acción militar, pero en las instituciones armadas del futuro no puede faltar esa conciencia humanista que restringe aquello que nunca un oficial puede admitir.
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